Creo ciegamente en las elecciones, pero no puedo dejar de preguntarme si los climas preelectorales son propicios para la democracia, tanto por el comportamiento de los candidatos como por la impresión que ese comportamiento suele tener sobre los electores. No me refiero al ornato de la ciudad que generalmente queda descalabrado, pues ese es un mal menor y curable en el corto tiempo. Mis dudas van por saber si durante el período preelectoral, ¿los candidatos son ellos o no son ellos? ¿Brota de su interior lo mejor que tienen o permiten que las regiones más primitivas de su cerebro dejen salir instintos oscuros y destructivos? ¿Pueden ser realmente ellos u obedecen al batallón de asesores de imagen que les acompañan? ¿Tienen el suficiente poder histriónico para representar el papel que se les pide o de tiempo en tiempo –unos más a menudo que otros– revelan su verdadera personalidad? ¿No es posible que a veces su verdadera personalidad sea mucho más efectiva y cercana a los electores que la que producen los fabricantes de imagen? Cada elección suelo preguntarme lo mismo en el dia que me tocara asesorar a un personaje con aspiraciones presidenciales le diria de lo que estoy absolutamente convencido: el mensaje eres tú. No se puede ser una persona en campaña electoral y otra en la vida normal sin caer en un principio de esquizofrenia que, de conquistar el poder, se vuelve incurable.
Las elecciones, en realidad, tienen fines terapéuticos y no solo para la democracia, sino también para quienes desde las alturas del poder no solo pierden contacto con la realidad, sino que también suelen perderlo con lo más íntimo de su yo. Viven, durante el período electoral, en función de lo que creen que esperan de él o de lo que le dicen que esperan de él y luego, si tienen la suerte o la desgracia de triunfar –en realidad no sé qué es lo mejor para el postulante– trepan a ese nimbo de halagos, felicitaciones, euforia y falsa sensación de que el poder realmente existe, que suelen cortar con la realidad y se dejan llevar tanto por las emociones como por el convencimiento de que si están allí es por merecimientos propios.
En realidad han llegado empujados por intereses coyunturales, miedos bien sembrados por la prensa y otros factores que en pocas ocasiones tienen que ver con una identificación real entre su persona y el pueblo que van a gobernar. No todos, por supuesto. Hay seres humanos maravillosos, seres humanos movilizados por el ansia de servir, ansia a la que han respondido sin necesidad de llegar al poder y esos, como diría Bertold Brecht –los que luchan todos los días de su vida– son los mejores. Son los más difíciles de contaminar. No bajan de ningún pedestal, sino que emergen de la marea del quehacer cotidiano junto al pueblo y saben, cuando el entorno no logra marearlo, que están donde están para servir. El presidente brasileño Lula que fue tratado hasta de analfabeto, es un ejemplo de esa conducta. Esa es la gente por la que yo quiero votar.
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