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miércoles, 6 de octubre de 2010

La estirpe de Quasimodo en Lima

              






              Quasimodo, el personaje contrahecho y sordo que creó Víctor Hugo y que pasó a la historia como el jorobado de Notre Dame, inspira compasión y ternura. Cualquiera que haya leído la novela o visto alguna de las tantas realizaciones cinematográficas basadas en ella no podrá evitar esas emociones frente al desdichado muchacho cuyo oficio era hacer sonar las campanas de la iglesia situada en el corazón de aquel París del siglo XVI. Leyendo algunos artículos de la prensa local con motivo de las futuras elecciones municipales, vino a mí la imagen del joven Quasimodo. Pero no su imagen física, sino su imagen espiritual, que es la de una persona sola, sorda, rechazada socialmente y aislada del mundo. La relación hallada estriba en que hay que vivir al estilo de Quasimodo, en el aislamiento de Quasimodo y en la frustración de Quasimodo para tratar temas coyunturales y que a la larga serán un punto más en la historia, con la pasión, el odio, el descaro y la impertinencia con la que lo hacen algunos a los que, naturalmente, no siento como tales. No mencionaré quiénes porque, además de no hacer falta, no lo merecen el autor o autores de estos libelos. Solo me limitaré a subrayar que la realidad objetiva no existe y que las percepciones de la misma son tan variadas como las huellas digitales que sirven para identificarnos. Un ser humano es una percepción y una interpretación de la realidad. A cada cual la suya. Esa inmensa heterogeneidad de percepciones se fundamenta en razones genéticas, culturales, sociales, emocionales, geográficas, familiares y un largo etcétera que hoy las neurociencias se empeñan en descifrar. Conocida esta complejidad, arrogarse el derecho a interpretar como rectos o torcidos –y normales o anormales, sensatos o insensatos– los comportamientos individuales y/o sociales, solo es una expresión de minusvalía mental.


                   Todos y cada uno tienen el derecho a defender su percepción de la realidad: a lo que no tienen derecho es a denostar a los que piensan diferente. Pueden disentir, discutir, contestar, discordar. Pueden presentar argumentos, explayarse sobre sus ideas, defenderlas con ardor, pero no tienen derecho a insultar ni presuponer que en el campo rival no se cree con la misma honestidad y la misma intensidad en las propuestas que formulan.


               Más allá de los intereses materiales que suelen estar detrás de determinados grupos (siempre y en todas partes), hay ideas contrastantes que emergen de una diferente apreciación de la realidad. No es un capricho: es solo una idea diferente producto de una percepción diferente. La lucha por el poder, dentro de la democracia, debería ser entonces un torneo de ideas cuyos contrastes y diferencias sirvan para enriquecer a todos aquellos que comprendan lo limitado de su propia visión y tengan la generosidad de enriquecerse con la discusión y el diálogo.


Solo Quasimodo puede permitirse la ceguera y el autismo al que lo condenaba su soledad

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